8.10.2016

El perro



          El perro
        Una historia de Carmen Hidalgo

          By César Mallorquí

 

          Me llamo Carmen Hidalgo. Si te dijera a qué me dedico, si te confesara que soy un sabueso de alquiler, probablemente alzarías las cejas y me contemplarías con una mezcla de incredulidad, sorpresa e interés; al menos, eso es lo que la gente suele hacer. La ceja derecha la alzarías a causa de mi trabajo, con escepticismo, porque eso de “detective privado” suena irreal, un oficio literario cuya existencia cotidiana resulta, cuando menos, dudosa. La ceja izquierda la alzarías por mi sexo. ¿Una mujer detective privado? Venga, eso es demasiado; que un hombre se dedique a investigar por cuenta ajena ya es bastante raro, pero ¿una tía?... eso, sencillamente, es pasarse. Por último, superadas la incredulidad y la sorpresa, tu rostro se iluminaría con una expresión de interés; lo cual se debería, no lo dudes, a todas las novelas negras que has leído, a todas las películas policíacas que te has tragado mientras comías palomitas y le dabas sorbos a una Coca Cola mediante una pajita a rayas blancas y rojas. Sam Spade, Philip Marlowe, Lew Harper, Mike Hammer, Easy Rawlins, Charlie Parker, Pepe Carvalho... toda esa literatura, toda esa mitología, ha consolidado en tu mente la idea de que un detective privado debe de tener una vida apasionante, una existencia llena de riesgos, aventuras y emociones.

          Sí, eso pensarías, y te equivocaría por completo, porque, cuando eres un investigador privado, lo más peligroso que puede pasarte es que se te desencaje la mandíbula a causa de un bostezo. Tedio, ese es el riesgo que acecha al detective, y no los balazos, los cuchillos o el veneno. Aunque a veces... Verás, cuando alguien me contrata, siempre es para averiguar algo que permanece oculto, y cuando algo está oculto, simplemente no sabes lo que vas a encontrar. Por lo general es algo relativamente inocente o, cuando menos, no letal; pero en ocasiones, no muchas, tropiezas con sorpresas que hubieses preferido mantener alejadas de ti. Un perro, sin ir más lejos.

          Permíteme que te ponga un ejemplo. Poco antes del comienzo de la historia que voy a contarte, una mujer contrató a Investigaciones Hidalgo para seguirle la pista a su marido. Según la mujer –llamémosla Adela H.-, y aunque no tenía ninguna prueba, su esposo le era infiel; al menos, eso sospechaba, así que deseaba que averiguásemos con quién, cuándo, dónde y, casi, casi, cómo. El marido –Pedro M.-, aparte de estar forrado de pasta, era el presidente de una gran inmobiliaria cuya sede ocupaba dos plantas de la Torre Picasso, uno de los mayores rascacielos de Madrid. Contraté a un par de colaboradores de la agencia para que le siguiesen, pero fue inútil; al cabo de una semana, recibí un informe según el cual Pedro M. llegaba a su despacho todos los días a las ocho y media de la mañana y, salvo que tuviera que acudir a alguna reunión de trabajo, no lo abandonaba hasta las nueve o las diez de la noche para dirigirse directamente a su domicilio. Al parecer, era un alma inocente.

Pero Adela H. no lo veía así e insistió en que su esposo se reunía con alguna “puta de mierda” al menos un par de días a la semana. “Eso es algo que una mujer nota”, dijo, muy segura de sí misma. Bueno, yo era una mujer y no había notado ni remotamente las al parecer repetidas ocasiones en que Gonzalo, mi ex-marido, me había puesto los cuernos. Pero puede que yo no fuese muy intuitiva, o quizá Gonzalo disimulaba especialmente bien. Probablemente ambas cosas. El caso es que Adela H. estaba tan segura de la infidelidad de su marido que decidí ocuparme yo misma del asunto.

De entrada, y tras sobornar a un empleado de la inmobiliaria, descubrí que, en efecto, un par de tardes cada semana, Pedro M. abandonaba la oficina sin decir adónde iba y no regresaba hasta última hora. Pero, evidentemente, no lo hacía ni andando ni en su coche, pues mis colaboradores habían vigilado tanto la salida de la Torre Picasso como el aparcamiento y no le habían visto irse. Por tanto, utilizaba otro vehículo, quizá uno de los de la inmobiliaria, así que, recurriendo de nuevo a mi sobornable amigo, obtuve las matrículas de los coches de la empresa y comencé a hacer guardia, cada tarde, frente al aparcamiento subterráneo del rascacielos, allí en las entrañas del AZCA. No tuve que esperar mucho; el martes, a eso de las cinco de la tarde, Pedro M. cruzó el portalón del aparcamiento conduciendo un Mercedes de la compañía y se dirigió al norte de la ciudad. En la parte trasera del vehículo viajaba una mujer; por desgracia, se cubría la cabeza con un pañuelo y llevaba unas enormes gafas de sol, así que me resultó imposible distinguir sus facciones.

          Les seguí hasta una urbanización de lujo situada a las afueras de Madrid; se trataba de una veintena de chalés individuales, aparentemente recién construidos, pues ninguno de ellos parecía habitado y aún se veían pilas de ladrillos y montones de grava por las aceras. El Mercedes enfiló hacia el chalé piloto, un portalón se abrió lentamente en un costado de la vivienda, el coche entró en el garaje y el portalón volvió a cerrarse. Al cabo de un minuto, vi a través de las rendijas de las persianas cómo una luz se encendía en la planta baja. Aguardé dos aburridas horas y media en aquella urbanización desierta, aterida de frío en el interior de mi viejo Citroën; al cabo de ese tiempo, el portalón se abrió de nuevo, el Mercedes –con Pedro M. al volante y la enigmática pasajera sentada atrás- salió del garaje, abandonó la urbanización y puso rumbo hacia Madrid. Arranqué el motor, giré a tope el mando de la calefacción y les seguí a distancia.

          Albergaba la esperanza de que Pedro M. se dirigiera al domicilio de la mujer, lo que me permitiría identificarla con facilidad, pero no fue así; en vez de ello, regresó a la Torre Picasso y entró en el garaje del edificio. Abandoné los túneles del AZCA a toda velocidad, aparqué en una zona prohibida de la Castellana y eché a correr hacia la plaza de Pablo Ruiz Picasso, donde se encontraba la entrada principal del rascacielos. Permanecí allí alrededor de una hora, buscando a la misteriosa mujer entre la gente que salía del edificio, aunque si se había quitado el pañuelo y las gafas difícilmente la reconocería. No di con ella; poco a poco, el flujo de peatones fue aminorándose hasta que la plaza quedó prácticamente desierta. Entonces, con una cierta sensación de fracaso, regresé taciturna al coche; cuando llegué a su altura fruncí el ceño y mascullé una maldición: me habían puesto una multa.

          Al día siguiente, cuando le confirmé que sus sospechas acerca de la infidelidad de su marido eran ciertas, Adela H. me espetó: “Averigüe quién es esa zorra chupapollas”. La verdad es que, para ser una dama de la alta sociedad, aquella mujer manejaba un léxico de lo más barriobajero; pero la orden estaba clara, así que de nuevo me puse a hacer guardia frente al garaje de la Torre Picasso, y de nuevo no tuve que esperar mucho, pues al siguiente jueves la jugada se repitió punto por punto, sólo que un poquito más tarde. A eso de las seis y media, el portalón del garaje se abrió y Pedro M., conduciendo el Mercedes de la empresa con la misteriosa pasajera a su lado, abandonó los túneles del AZCA en dirección al norte de la ciudad. Igual que la vez anterior, la mujer llevaba gafas de sol y un pañuelo en la cabeza, de modo que era imposible identificarla.

          Llegaron a la urbanización pasadas las siete de la tarde y, como el martes anterior, desaparecieron en el interior del chalé piloto. Aparqué junto a la entrada del complejo, bajé del vehículo y me abotoné el chaquetón; ya era de noche y hacía frío. Entré en la urbanización lo más sigilosamente posible; debía de haber algún vigilante de seguridad, pero, al igual que el martes anterior, no se veía ni rastro de él. Las luces del chalé se encendieron y yo me oculté detrás de una pila de ladrillos situada frente al inmueble. En realidad, tenía la sensación de estar perdiendo el tiempo, pues desde donde estaba jamás iba a averiguar la identidad de la desconocida amante. De hecho, el asunto se me antojaba más problemático de lo que parecía a simple vista. Aquella mujer podía trabajar en la inmobiliaria de Pedro M., o en cualquier oficina de la inmensa Torre Picasso, o entrar y salir del edificio con su coche y encontrarse con su amante en el garaje, o llegar andando, perdida entre la gente... Además, mientras se ocultase tras el pañuelo y las gafas, resultaría irreconocible. La única posibilidad que se me ocurría era seguirles al interior del garaje cuando regresaran, pero a esas horas el lugar estaría desierto y mi presencia allí llamaría forzosamente su atención...

          Entonces, cuando más absorta estaba en mis cavilaciones, advertí algo: una de las persianas de la planta baja del chalé no estaba echada del todo y dejaba una rendija de unos diez centímetros. Un hueco sobradamente amplio para permitir el uso de una cámara fotográfica. No lo pensé mucho, entre otras cosas porque iba a pillar un catarro si me quedaba ahí sin hacer nada, así que saqué del bolso una pequeña Nikon digital, abandoné el parapeto de los ladrillos y me aproximé al chalé. El jardín estaba rodeado por una valla metálica, pero la verja de entrada no se hallaba cerrada; permanecí unos segundos inmóvil, intentando distinguir algún movimiento entre las sombras que me rodeaban, o escuchar algún sonido delator, pero no vi ni oí nada, de modo que abrí la verja y me dirigí al chalé siguiendo, primero, un sendero de grava y luego adentrándome en la hierba.

          La zona estaba a oscuras, pero el resplandor de la farola que iluminaba la entrada de la urbanización me permitía distinguir los arbustos y los árboles que adornaban el jardín. Al llegar a la altura de la ventana iluminada, me agaché y me pegué al muro; luego, alcé poco a poco la cabeza, miré por la rendija de la persiana y vi a Pedro M. en el interior de un salón amueblado. Estaba en mangas de camisa, de pie en medio de la estancia, luchando contra el tapón de una botella de champaña. Finalmente, logró destapar la botella, sirvió el vino en las dos copas que descansaban sobre una mesa, alzó la cabeza y llamó a la mujer en voz alta, pero sin pronunciar su nombre; unos segundos después, oí una voz femenina respondiendo desde la distancia. El hombre sonrió, complacido, y le dio un sorbo a su copa. Conecté la Nikon, desplegué el zoom al máximo, alcé la cámara hasta la altura de mis ojos y aguardé la llegada de la mujer.

          Entonces lo oí. A mi izquierda; cercano, muy cercano. Era un sonido ronco, áspero, cavernoso, esa clase de sonido que te pone los pelos de punta incluso antes de descubrir qué lo produce. Contuve el aliento, giré lentamente la cabeza y ahí estaba, a no más de un metro de distancia, con los ojos inyectados en sangre, mirándome fijamente mientras fruncía el morro mostrando unos dientes que hubieron hecho palidecer de envidia a un tiranosaurio. Era un perro; aunque decir “perro” es poco específico, pues el término abarca desde un caniche hasta un san Bernardo. Aquel perro, en concreto, era un rottweiler; si nunca has visto uno, te diré que es parecido a un doberman, sólo que más grande, más fuerte, más ancho y mucho más irascible, el tipo de perro que bajo ningún concepto quisieras que te mirase como me estaba mirando aquel animal.

          Mi prima Andrea, que es profesora de yoga, me comentó una vez que, ante un shock, la mejor forma de recuperar el control es realizar tres inspiraciones profundas; incluso me enseñó la forma correcta de hacerlo, pero en aquel momento me había olvidado hasta de respirar, de modo que permanecí inmóvil, con el aliento suspendido, contemplando con una mezcla de fascinación y horror a aquella versión culturista del sabueso de Baskerville. ¿Inspirar tres veces? Bastante tenía con no hacerme pis encima.

          El gruñido se volvió más profundo y amenazador, al tiempo que el perro entreabría las fauces, mostrando de paso unos colmillos que parecían exceder el tamaño de la boca. Entonces, el mismo terror que me tenía paralizada activó la producción de adrenalina, permitiéndome recuperar una brizna de autocontrol. Ese perro iba a matarme, razoné, y lo único que tenía a mano era una cámara fotográfica. De repente tuve una idea cinematografica; procurando no hacer el menor movimiento, deslicé el pulgar y conecté el flash; si el perro me atacaba, cosa muy probable, podía disparar el flash y cegarle momentáneamente. No obstante, pese a que aquella estratagema le había dado buenos resultados a James Stewart al enfrentarse a Raymond Burr en La ventana indiscreta, no confiaba mucho en que fuese a suceder lo mismo con esa bestia hipermusculada, así que repasé a toda velocidad mis restantes alternativas.

Y sólo se me ocurrió una: en el bolso tenía un spray de gas lacrimógeno. Lentamente, muy lentamente, deslicé la mano izquierda hacia el bolso. El perro giró levemente la cabeza al tiempo que su gruñido ascendía dos octavas en la escala de la intimidación. Saqué el spray del bolso y, siempre a cámara lenta, lo orienté hacia el animal; éste chasqueó los dientes, erizó el pelo y me miró como si ya no pudiera resistir más el impulso de devorarme las entrañas. Entonces, apreté el pulsador del spray y una nube de gas pimienta envolvió la cabeza de aquella bestia.

          Reaccionó como un resorte. Súbitamente cegado y privado del olfato, con los ojos y el hocico ardiéndole, el perro dio un brinco y, al tiempo que sacudía la cabeza, comenzó a lanzar dentelladas a diestro y siniestro mientras aullaba, ladraba, estornudaba y gemía alternativamente. Casi me dio pena. Casi. Pero no era el momento de acariciarle la cabeza y pedirle la patita, así que me di la vuelta y eché a correr hacia la salida. Por desgracia, correr en la oscuridad es hacer oposiciones a romperte la crisma; no había dado ni tres zancadas cuando tropecé con una manguera y me derrumbé sobre la hierba. Debí de golpearme la cabeza con algo, porque permanecí aturdida en el suelo durante unos segundos, con el jardín, la urbanización y el mundo entero dando vueltas mientras el perro seguía ladrando, aullando y brincando a mi espalda. Me puse de rodillas y vi la Nikon tirada sobre el césped; la recogí, me incorporé trabajosamente y eché a andar vacilante hacia la salida. Entonces, dos o tres metros por delante de mí, la puerta del chalé se abrió.

          Teniendo en cuenta que aún estaba atontada por el golpe, reaccioné con rapidez; a mi derecha había un seto, de modo que di un salto y me zabullí detrás de él justo en el momento en que Pedro M., sin duda alarmado por el escándalo que estaba organizando el perro, hacía acto de presencia en el jardín.

          --¿Roco? –dijo el hombre en voz alta.

          Así que aquella bestia infernal se llamaba Roco, pensé mientras, acuclillada tras el seto, veía cómo Pedro M. se adentraba en el jardín.

          --¿Roco?... –repitió, entornando los ojos para intentar distinguir algo en la oscuridad.

          Entonces, el perro hizo algo curioso; dejó de dar brincos y lanzar dentelladas, plantó las cuatro patas en el suelo, sacudió la cabeza, estornudó tres veces seguidas y profirió un lastimero gemido.

          --¿Qué te pasa, Roco? –preguntó Pedro M., aproximándose.

          Si hubiera podido hablar, Roco le habría contestado: “pues nada, que una hija de puta me ha rociado con gas lacrimógeno”; pero no podía hablar, ni ver, ni oler, aunque sí oír. Es probable que, aturdido por el escozor, no reconociera la voz de Pedro M., o puede que la reconociera pero le importara un bledo; el caso es que, de repente, el animal profirió un gruñido estremecedor, se abalanzó sobre el sorprendido (y un instante después seriamente alarmado) Pedro M., lo derribó al suelo y comenzó a cubrirle de mordiscos. Durante unos segundos me quedé petrificada contemplando aquella dantesca escena; afortunadamente, Roco aún seguía ciego y sus dentelladas se distribuían al azar sin llegar a afectar ninguna zona vital; aunque, teniendo en cuenta los alaridos que profería Pedro M., debían de resultar muy dolorosas.

          Supongo que tendría que haber intentado ayudar a aquel pobre hombre, pero me veía absolutamente incapaz de enfrentarme a ese rottweiler cabreado ni, si vamos a eso, a las embarazosas explicaciones que tendría que dar después, así que abandoné la protección del seto y eché a correr hacia la salida. Justo entonces, atraída sin duda por los gritos de su amante, la misteriosa mujer salió al jardín, tan de improviso que casi tropecé con ella. Frené en seco y durante un instante ambas nos miramos con sorpresa; acto seguido, alcé la cámara que sostenía en la mano izquierda y apreté el botón de disparo. El resplandor del flash deslumbró a la mujer, que dio un paso atrás, parpadeó varias veces y lanzó un grito; yo, por mi parte, eché a correr de nuevo y no me detuve hasta llegar a la cancela. Entonces, mientras la abría, oí que la mujer gritaba de nuevo, así que giré la cabeza y vi que Roco, todo dientes y furia, había abandonado al maltrecho Pedro M. para abalanzarse sobre ella.

          Qué desastre, pensé; luego, respiré hondo tres veces, crucé la cancela, corrí hacia el coche y abandoné la urbanización a toda velocidad. A la tarde siguiente, tras dedicar la mañana a realizar unas cuantas averiguaciones, me reuní con Adela H. en mi despacho y le conté lo que había descubierto. La urbanización de lujo pertenecía a la inmobiliaria que presidía su marido y, al parecer, llevaba varios meses sin poder ser ocupada a causa de no recuerdo qué problemas legales. El caso es que Pedro M. decidió utilizar el chalé piloto como picadero para sus conquistas; había sobornado al vigilante y, cada vez que iba a utilizar el chalé, le llamaba para que se fuera a dar una vuelta y así poder disfrutar del sexo clandestino en intimidad. Supongo que debería haberle pedido que se llevase también al perro. Cuando le enseñé la foto que le había hecho a la mujer en el jardín, Adela H. no mostró la menor sorpresa.

          --Es Lourdes –dijo. Y añadió en tono sarcástico-: Ella y su marido son dos de nuestros mejores amigos. Por cierto, está fatal en esa foto; se le ven todas las arrugas.

          --¿Sospechaba que era ella? –pregunté.

          --No. Pero está ingresada en el mismo hospital que mi marido y a ambos les han puesto la antirrábica. Demasiada casualidad, ¿no es cierto?

          Carraspeé y me removí en el asiento, un tanto incómoda por el tema.

          --Verá, en cuanto a lo del perro...

          --No importa –me interrumpió, agitando una mano con displicencia-; supongo que son gajes del oficio.

          Ignoro si con lo de “oficio” se refería a la investigación privada o al adulterio.

          --¿Cómo se encuentran? –pregunté.

          --Sobrevivirán –respondió ella. Luego, se puso en pie y agregó-: Excelente trabajo, señora Hidalgo; envíeme la minuta cuando quiera.

          --Prepararé el informe –repuse, incorporándome- y en un par de días se lo haré llegar junto con la factura.

          Ella negó con la cabeza.

          --No hace falta que prepare ningún informe.

          --Pero quizá lo necesite para...

          --¿Para el divorcio? –Adela H. sonrió de oreja a oreja-. No me voy a divorciar, señora Hidalgo. Ni siquiera voy a mencionarle esto a mi marido. –Su mirada chispeó de complacencia-. Para serle sincera, con lo que les ha hecho ese perro estoy más que satisfecha.

          Reconozco que no me siento orgullosa de esta historia; entonces, ¿por qué te la he contado? Pues porque en cierto modo reúne todos los elementos propios de mi trabajo: traiciones, bajas pasiones, engaños, fisgoneos, aburrimiento y, en ocasiones, algún que otro perro.