12.24.2011

Todos los pequeños pecados (Cuento de Navidad)


Todos los pequeños pecados
 
César Mallorquí


Como venía ocurriendo desde hacía casi un mes, Enrique despertó en mitad de la noche y ya no pudo volver a conciliar el sueño.


Tumbado boca arriba sobre la cama, con los ojos perdidos en la oscuridad, escuchó la cadenciosa respiración de Alicia, que dormía profundamente a su lado, y experimentó un acceso de rabia, como si el plácido sueño de su mujer fuera una afrenta, y a punto estuvo de despertarla, pero desechó el impulso con un suspiro y pensó en tomar una pastilla. Lo malo era que el químico sueño inducido por el Valium no solo carecía de la textura del descanso verdadero, sino que además le sumía, al despertar, en un desagradable estado de aturdimiento que solía prolongarse durante todo el día. No, nada de pastillas, decidió.


Harto de contemplar el vacío, se levantó de la cama, abandonó el dormitorio procurando no hacer ruido, preparó un vaso de cacao caliente en la cocina y se dirigió a la sala de estar para leer un poco, o para ver la tele, o para escuchar música, o para hacer cualquier cosa que pudiera relajarle, pero la familiar atmósfera del salón se le antojaba ahora tan fría y deprimente como la de un mausoleo, así que a eso de la cinco de la madrugada, abrumado por el silencio, se vistió, salió de la casa y comenzó a deambular sin rumbo fijo por las mudas y desiertas calles.


Las farolas dibujaban conos de luz amarillenta en el negro lienzo de la noche, los semáforos alternaban guiños rojos, verdes y ámbar, regulando un trafico ausente; las luces navideñas que adornaban las calles estaban apagadas. El lejano ulular de una ambulancia sonó como el lamento de un animal herido. Aunque era sábado y la ciudad todavía no había comenzado a despertar, Enrique se cruzó con otras personas, no muchas, que como él habitaban la madrugada. Noctámbulos y juerguistas camino de sus hogares, cazadores y pescadores cargados con sus aperos de muerte, prostitutas cansadas de alquilar amor, jóvenes chaperos de ojos viejos, barrenderos, mendigos durmiendo entre cartones, policías a lomos de blancos corceles de metal. El territorio de la noche estaba poblado por una exótica fauna, criaturas pálidas que hacían de la oscuridad su refugio.


Pero Enrique no amaba la noche; había sido desterrado a ella, era un forastero en tierra extraña. Algo le había expulsado del dulce país de las sábanas, robándole el sueño y el descanso, pero ¿qué era? No había causa orgánica para su insomnio, eso había dicho el médico; todo se debía a la tensión y al estrés. Sin embargo, a Enrique no le parecía que en su vida hubiese tantos problemas como para justificar aquel desvelo. Su familia era razonablemente feliz, el trabajo satisfactorio e incluso ahora, con sus cuatro décadas y media de edad, la crisis de los cuarenta quedaba ya lejos.


Entonces, ¿por qué no podía dormir?


A medida que agonizaba la noche, mientras el cielo clareaba por el este, la ciudad comenzó a sacudirse la pereza de su letargo y, poco a poco, vehículos y peatones fueron multiplicándose, al tiempo que bares y kioscos de prensa anunciaban su apertura con cetrinas luces de neón. Hacía frío. Al llegar a una plaza, poco después de las siete de la mañana, Enrique vio una cafetería abierta y se dirigió a ella con la intención de tomar algo caliente. Caminaba abstraído, con la vista fija en el suelo, sumido en sus erráticos pensamientos, y quizá por eso no se percató de la extraña escena que allí tenía lugar, hasta que alguien tropezó con él; entonces Enrique alzó la cabeza y sus ojos atraparon la falsa mirada oriental de un joven cuyos rasgos hablaban del síndrome de Dawn. Sorprendido y asustado, retrocedió unos pasos, miró en derredor y advirtió con creciente alarma que una pequeña multitud de discapacitados mentales, quizá medio centenar, le rodeaba.


—No debe tenerles miedo -dijo entonces una mujer de pelo cano y sonrisa afable que se hallaba próxima a él, de pie junto a un autobús aparcado.


Desconcertado, Enrique contempló las miradas infantiles instaladas en rostros viejos, los ojos oblicuos y los labios entreabiertos, los rasgos carentes de inteligencia, los torpes movimientos, y se preguntó con desazón qué demonios hacía ahí aquella caterva de tarados. En esos términos pensó: “tarados”. Entonces, al reparar en el autobús, comprendió que debía de tratarse de una excursión organizada por alguna clínica o asilo.


—De todas las personas que hay en el mundo -prosiguió la mujer mientras ayudaba a subir al vehículo a una chica de rasgos mongoloides-, estos muchachos son los que menos temor deben inspirarle. No hay en ellos más que inocencia.


Enrique musitó atropelladamente una excusa -su gesto, explicó, no había sido de miedo, sino de sorpresa- y se alejó a toda prisa camino de la cafetería, pero más tarde, mientras saboreaba frente a la barra una taza de manzanilla muy caliente, tuvo que reconocerse a sí mismo que, en efecto, había sido miedo lo que sintió al verse rodeado, porque los deficientes mentales le aterrorizaban. Y, como si aquel encuentro hubiera disparado los resortes de su memoria, un recuerdo muy antiguo cobró forma en su mente.


Cuando Enrique tenía diez años de edad, vivía cerca del domicilio de uno de sus compañeros de colegio, Paco Mayoral, razón por la cual solían jugar juntos, sobre todo durante las largas tardes estivales. Mayoral tenía un hermano cinco años mayor que él llamado Santiago, un joven pelirrojo y guapo aquejado de una minusvalía mental no excesivamente severa. Santiago, pese a ser un adolescente grande y robusto, solía sumarse a los juegos de los más pequeños y, en compañía de niños que le llegaban a la cintura, practicaba con escasa pericia el deporte de las carreras de chapas, la constante persecución del tú-la-llevas o los vigorosos enfrentamientos entre policías y ladrones.


Fue precisamente jugando a esto último cuando ocurrió el percance. Enrique, armado con un revólver de plástico, se hallaba en el bando de los policías; Santiago formaba parte del gremio de los ladrones. El juego discurría por los cauces habituales -¡bang-bang, estás muerto!- cuando, de pronto, Santiago sorprendió a Enrique por la espalda y le apresó, rodeándole el cuello con uno de sus fuertes brazos. Ése fue el problema; sus brazos eran demasiado fuertes y su mente demasiado débil, y así, con toda sencillez, sin proponérselo, como si aquello formara parte del juego, el adolescente con mente de niño comenzó a asfixiar al niño de diez años.


Enrique se debatió inútilmente entre los poderosos músculos de Santiago, que no cesaba de exclamar, alborozado, ¡te he cogido, te he cogido!, e intentó gritar, pero no pudo, y notó que se ahogaba, que las fuerzas le abandonaban, que la mirada se le nublaba, como si de repente estuviera en el fondo de una piscina. Entonces, con un postrer esfuerzo, echó el brazo atrás y descargó la culata de su revólver de juguete contra la cabeza de Santiago, quien profirió un grito de dolor y, llorando desconsoladamente, echó a correr en busca de su madre mientras Enrique, caído de rodillas, aspiraba con glotonería el aire que hasta unos segundos antes le había sido negado. Ése incidente, acontecido treinta y cinco años atrás, era la causa de su irracional terror hacia los deficientes mentales.


Enrique apuró la infusión de un trago y abandonó el bar. Mientras se dirigía a su casa, rodeado ya por el tráfico habitual de una mañana de sábado, no pudo evitar seguir dándole vueltas a aquel suceso de su infancia. Hacía mucho que lo había olvidado y sin embargo ahora podía rememorarlo con absoluta nitidez; el férreo brazo en torno a su cuello, la horrible sensación de ahogo, su pánico de niño indefenso... Pero había algo más, un factor que se le escapaba. De algún modo, aquel fortuito encuentro con la excursión de deficientes parecía contener una clave oculta relacionada, de alguna forma con su insomnio. Pero, ¿qué era?


Durante los días siguientes, sus trastornos del sueño, lejos de mejorar, empeoraron. Ya sólo lograba dormir una o dos horas al día y ni siquiera los barbitúricos le permitían conciliar el sueño. Sentía un intenso y permanente agotamiento y su carácter se fue agriando hasta el punto de que Alicia y sus hijos, Laura y Marcos, comenzaron a rehuirle. Además, Enrique no podía quitarse de la cabeza aquel incidente de su niñez, estaba obsesionado con él y durante sus largas noches de insomnio lo repasaba mentalmente una vez y otra, cada detalle, cada sensación, como si la repetición constante de ese, en el fondo, insignificante recuerdo pudiera permitirle alcanzar la respuesta a una pregunta que ni siquiera había formulado.


Fue al quinto día cuando la clave secreta se desenvolvió ante él como un regalo sorpresa. Eran las cuatro y media de la madrugada y Enrique estaba tumbado en la cama, con la mirada perdida en las tinieblas, evocando una vez más aquel lejano juego de policías y ladrones, cuando de pronto recordó otra cosa, algo que sucedió mucho tiempo después.


Debía de tener veintidós o veintitrés años. Hacía mucho que sus padres habían cambiado de domicilio, razón por la cual Enrique perdió de vista a Paco Mayoral y a su hermano Santiago. Llevaba más de diez años sin verles. No obstante, una tarde, a última hora, Enrique pasó por su viejo barrio y decidió entrar en Martín, la tasca que solía frecuentar durante su primera juventud. El local estaba muy cambiado; la barra de estaño había sido sustituida por otra de acero inoxidable y las baldosas del suelo por láminas de linóleo. La vieja taberna era ahora un moderno bar hortera.


Enrique pidió una caña y entonces, entre trago y trago de cerveza, advirtió que en el otro extremo de la barra había alguien que no le quitaba el ojo de encima. Se trataba de un joven pelirrojo, alto y fuerte, que hubiera sido muy guapo de no ser por la vacua mirada que presidía su rostro. Era Santiago Mayoral, el adolescente, ahora convertido en hombre, que sin proponérselo a punto estuvo de asfixiarle tantos años atrás.


Santiago le reconoció al instante y, con la alegría de un niño, corrió a saludarle, tan efusivamente que Enrique, incapaz de reaccionar con la cordialidad que exigía el momento, se limitó a contestar con fríos monosílabos. Lo cierto es que aquel encuentro fue para él muy perturbador; Santiago le contó que trabajaba en la cadena de montaje de una fábrica, que aún vivía con sus padres, que jugaba al fútbol todos los domingos, que el sábado anterior había ido al parque de atracciones, y Enrique respondía sí, no, vaya, qué bien, y en cuanto pudo, tras rechazar la cerveza a la que le invitaba Santiago, se despidió apresuradamente, abandonó el bar y se olvidó al instante de Santiago.


Ahora, décadas más tarde, mientras yacía en la cama incapaz de conciliar el sueño, la memoria le devolvió el recuerdo de aquel encuentro, pero lo hizo acompañándolo de un intenso sentimiento de culpabilidad. Debía haber aceptado la invitación de Santiago, pensó; debía haber hablado con él, debía haberse interesado por su vida, debía haber hecho lo imposible por fingir una sonrisa. Pero no hizo nada de eso. Se fue corriendo, como si aquel hombre con mente de niño le repugnase. Y no, no era eso; en realidad, le daba miedo, un terror irracional que bloqueaba cualquier otra reacción.


Pero eso no lo justificaba. Se había comportado como un miserable.


Esa noche, pasadas las cuatro de la madrugada, Enrique volvió a salir de su casa para recorrer las calles. Mientras caminaba, las apagadas luces navideñas le recordaron a un osario; la ciudad entera parecía un cementerio. Entre tanto, el recuerdo de aquella minúscula infamia provocó, como una reacción en cadena, que su mente diera vueltas en torno al pasado, sacando a la luz, uno a uno, sus actos mezquinos, las vilezas cotidianas, todos los insignificantes pecados de su vida.


Aquel compañero de colegio al que contribuyó a hacer la vida imposible; las mil pesetas que le robó a su padre, permitiendo que culparan a la asistenta; la cerámica de su madre que rompió y tiró a la basura en un momento de enfado; esa chica a la que metió mano en un guateque aprovechando que estaba borracha; el amigo moribundo a quien no visitó en el hospital; el libro que sustrajo en casa de un conocido; todas las falsas declaraciones de amor que sólo eran engaños para conseguir sexo; el colega a quien ninguneó para lograr un ascenso; las infidelidades a su mujer... Y los favores negados, y las infinitas mentiras, y las ruines venganzas, y las tiñosas envidias... todos los actos de miserable egoísmo que había cometido desfilaron por su memoria como la lista de acusaciones de un fiscal invisible.


Enrique se hundió en la depresión. En la Seguridad Social le dieron la baja por estrés; el médico le recetó Seroxat contra el desaliento y Lorazepam para aliviar el insomnio, pero Enrique siguió inmerso en la melancolía, incapaz de dormir más allá de unos pocos minutos seguidos. Pasaba los días sentado en el salón, con la mirada perdida, inmóvil y silencioso, sumido en la tristeza. Su mujer y sus hijos intentaban animarle, pero él se limitaba a responder con monosílabos, vagamente avergonzado, consciente de que no merecía el amor de su familia, porque en realidad no le conocían. Enrique no era la persona que parecía ser, no era la persona que creía ser, no era la persona que quería ser. Era un bluf, pura apariencia, una mierda disfrazada de ser humano.


Una madrugada, cuatro días antes de Navidad, Enrique decidió reanudar sus paseos nocturnos. El médico le había ordenado que no saliera por las noches, que permaneciese en su hogar para que, si el sueño perdido reaparecía, pudiera descansar con comodidad; pero al cabo de una semana el sueño seguía sin volver y él estaba cada vez más abrumado por aquellas noches vacías y yertas, prisionero de cuatro paredes que se le caían encima. Sentía que se asfixiaba, necesitaba aire fresco, de modo que se vistió procurando no hacer ruido para no despertar a Alicia y abandonó su casa.


Hacía mucho frío; las calles estaban más vacías que nunca. Mientras caminaba -el tabaleo de sus pasos resonando contra los oscuros edificios-, su mente prosiguió implacable el deprimente periplo por los rincones más oscuros de su memoria, mostrándole los rostros de aquellos a quienes había defraudado o herido, repasando cada pecado con el obstinado masoquismo de quien no puede dejar de hurgarse con la punta de la lengua una muela cariada.


Al cabo de un rato, en uno de los escasos arranques de energía que le asaltaban de cuando en cuando, Enrique se dijo que algo bueno debía de haber hecho, que no todo podía ser negativo; pero esa línea de pensamiento acababa resultando aún más penosa, pues, por muchas vueltas que le daba, era incapaz de encontrar alguna acción lo suficientemente bondadosa y noble para compensar toda una vida de mezquindades.


De pronto, mientras caminaba con la mirada fija en la acera, Enrique comenzó a escuchar una música, el sonido de una flauta interpretando Noche de paz. Alzó la cabeza y advirtió que, delante de él, a unos diez metros de distancia, un hombre sentado en el suelo tocaba una flauta travesera. A juzgar por sus raídas ropas y por la gorra que tenía frente a él con unas cuantas monedas en su interior, era un mendigo.


¿Un mendigo pidiendo limosna a la cinco de la madrugada?


Cuando llegó a su altura, descubrió algo aún más sorprendente: aquel hombre se parecía muchísimo a Hugh Laurie, el doctor House de la serie de televisión. En realidad, no es que se pareciese, es que era idéntico a él. Enrique se detuvo y buscó alguna moneda en los bolsillos, pero no tenía, así que sacó su cartera y, tras comprobar que el billete más pequeño que llevaba encima era de veinte euros, dejó uno en la gorra y siguió andando.


Unos metros más adelante, advirtió que la flauta continuaba sonando a su lado. Volvió la cabeza y vio que el mendigo se había levantado y le seguía sin dejar de tocar su instrumento. Se había puesto la gorra; un pico del billete le sobresalía justo por encima de la oreja izquierda.


—No voy a darle más dinero –le advirtió Enrique.


—Ni yo te lo pido, Quique –respondió el doble de House-. Pero por veinte pavos mereces oír todo mi repertorio.


—Oiga, no hace falta que... –Enrique se detuvo en seco-. ¿Cómo me ha llamado? –preguntó.


—Quique. Así te llamaban de pequeño, ¿no? Pero luego, al crecer, te cambiaste a Enrique. Don Enrique el Importante.


Enrique frunció el ceño.


—¿Nos conocemos? –preguntó.


—Yo diría que sí –asintió el mendigo-. El pastor conoce a sus ovejas y las ovejas a su pastor. Soy Dios, amigo mío. Tu Dios, el del Sinaí, la zarza ardiente y todo eso.


Ay dios, pensó Enrique; anda suelto un loco y me tiene que tocar a mí.


—Pues no se parece mucho a un dios –dijo con cansancio.


—¿Porque no llevo halo o por la pinta de pobretón? Lo del halo es demasiado llamativo y, en cuanto a la pobreza, no olvides que mi hijo nació en un pesebre. Aunque, claro, por aquel entonces no había Seguridad Social...


Enrique dejó escapar un largo suspiro.


—Ya –dijo-. Bueno, tengo que irme a casa. Ha sido un placer conocerle.


—No mientas –le contuvo Dios/House-. Eso va contra no recuerdo cuál de mis mandamientos. No tienes que ir a tu casa ni a ninguna parte, pero te sientes incómodo porque no crees que sea Dios y quieres perderme de vista.


—No, no –protestó Enrique-, claro que le creo...


—Tú sigue mintiendo y verás. De acuerdo, te lo demostraré. Tócame.


—Oiga, no quiero tocarle. Me voy. Buenas noches.


—Pero qué pesado eres –gruñó el mendigo-. No te estoy pidiendo que me sobes las pelotas ni que me metas un dedo en el culo, no te hagas ilusiones. Sólo quiero que me toques, por ejemplo, el hombro. En plan santo Tomás poniendo el dedo en la llaga, ya sabes.


—Pero...


—Venga, que no tengo piojos. Tú tócame y, si no te convence lo que ocurre, me iré y no volveré a darte la lata.


Enrique respiró hondo. A regañadientes, tendió una mano hacia delante... y sus dedos atravesaron la figura del mendigo como si no existiese.


—¿Ves? –exclamó triunfante Dios/House-. Soy inmaterial. Como Dios.


Enrique parpadeó varias veces, mirando alternativamente sus dedos y al mendigo. De pronto, se dio una palmada en la cabeza y dejó caer los hombros.


—Mierda –musitó-. Esto se veía venir...


—¿Te encuentras mal? –se interesó el mendigo.


—Mucho peor de lo que pensaba. Eres una alucinación. Llevo tanto tiempo sin dormir que estoy empezando a imaginar cosas.


—Así que ahora crees que soy una alucinación, ¿eh? –Dios/House reflexionó durante unos instantes-. Pues mira, si aplicamos la Navaja de Occam, es lo más probable.


Enrique cerró los ojos y movió la cabeza de un lado a otro.


—Me voy –anunció.


Y echó a andar con las manos en los bolsillos. El mendigo le siguió.


—Deberías prestarme más atención –dijo-. Mira, hay dos opciones: si soy Dios, evidentemente puedo ayudarte. Y si soy una alucinación tienes una oportunidad de oro para comunicarte con tu inconsciente. Vamos a ver, ¿qué te pasa?


—Tanto si eres Dios como si eres una alucinación deberías saberlo.


—Y lo sé; era por charlar un poco. No puedes dormir. –Dios/House se rascó la nuca-. ¿Sabes lo que creo? Que tu problema es una cuestión de orgullo.


Enrique le miró de reojo.


—¿Y eso? –preguntó.


—Es evidente. “Huy, qué malo soy, huy cuántas cabronadas he hecho”... Chorradas. Tus pecados son una mierda de pecados.


—Pero he cometido muchos.


—Como todo el mundo.


—¿Y eso me libra de culpa?


—Eso te sitúa en la media estadística. No eres peor que cualquier otro.


—Pero tampoco mejor.


Dios/House sonrió de oreja a oreja y le señaló triunfalmente con el extremo de la flauta.


—Exacto. A eso me refería al decir que tu problema es el orgullo. Hasta hace muy poco creías estar por encima de los demás. Contemplabas a la gente y veías que era egoísta, miserable y mezquina, pero tú te situabas aparte de la humanidad, como si pertenecieras a una especie diferente. Y de pronto, como no puedes dormir, te da por repasar tu vida y descubres que eres tan egoísta, mezquino y miserable como cualquier hijo de vecino. ¡Ay qué penita más grande! –Soltó una risita y concluyó-: Menuda gilipollez.


Caminaron en silencio durante un largo minuto.


—De acuerdo –aceptó Enrique-. Supongamos que tienes razón. Todo el mundo cree que es mejor de lo que en realidad es, ¿no?


—Hay excepciones, pero en general sí.


—Entonces, ¿por qué he dejado de creerlo yo?


—Porque, por culpa del insomnio, has dispuesto de demasiado tiempo para pensar en ti. Nosce te ipsum, decía el oráculo de Delfos; conócete a ti mismo. –Torció el gesto-. Menudo consejo más idiota. “Invéntate a ti mismo” sería una sentencia mucho más sabia.


—Un momento –dijo Enrique, pensativo-. Tener insomnio me hace reflexionar sobre mi vida, y reflexionar sobre mi vida me produce insomnio, ¿no?


—El clásico círculo vicioso –asintió Dios/House-. La pescadilla que se muerde la cola.


—Vale, muy bien. Pero entonces, ¿por qué tuve insomnio al principio?


—Y yo qué sé. Puede que te sentara mal la cena, o que te doliera la cabeza, o que tuvieses un grano en el trasero... –Dios/House hizo una pausa y le guiño un ojo-. O quizá fuese por los sueños que no has cumplido. Querías ser escritor, ¿recuerdas?; planeabas escribir una gran novela, pero luego comenzaste a trabajar en publicidad y siempre lo dejabas para más tarde. Tengo mucho tiempo, decías; algún día lo abandonaré todo y escribiré una obra maestra. Pero pasó el tiempo, y un buen día comprendiste que nunca serías escritor, que jamás llevarías a cabo nada de lo que te habías propuesto hacer. Te miraste al espejo y dijiste: esto es lo que hay y ya nunca habrá nada más.


Enrique se detuvo.


—Desde luego, eres la hostia animando a la gente.


—¿Y quién ha dicho que quiero animarte?


Enrique aspiró una bocanada de aire y lo exhaló lentamente.


—Ya sé que no he cumplido mis sueños –aceptó-; pero he llevado una buena vida, no puedo quejarme. El problema no es lo que he conseguido o dejado de conseguir, sino lo que soy.


—Y eres una caquita, ¿no?


—Soy... lo que más desprecio: mezquino, miserable...


—Bla, bla, bla –le interrumpió el mendigo con aire aburrido-. Ya estamos otra vez. ¿Tengo que repetirte que no has hecho nada especialmente malo, que eres como todo el mundo?


—Pues mira, peor –replicó Enrique-. Si fuera un gran hijo de puta, un auténtico villano, como...


—Lex Luthor. O el Doctor Octopus.


—Da igual. Si fuera un auténtico cabrón, al menos habría cierta grandeza en mí. Pero no, he llenado mi vida de mentiras y actos rastreros. Soy, sencillamente, ruin; un pequeño cabroncete de mierda.


Dios/House cerró los ojos, dejó caer la cabeza y fingió un ronquido. Luego, abrió los ojos y preguntó:


—¿Y qué vas a hacer al respecto? ¿Seguir condenándote al infierno del insomnio hasta que tengas alucinaciones? –Parpadeó y dijo para sí-: Coño, pero si ya tiene alucinaciones... –Sacudió la cabeza-. Bueno, ¿qué harás? ¿Joderle la Navidad a tu familia con tus lloriqueos?


Irritado, Enrique apretó los puños y repuso:


—¿Y qué demonios puedo hacer?


—Perdonarte –contestó con tranquilidad el mendigo.


—¿Qué?...


—Tú te estás castigando, de modo que sólo tú puedes perdonarte. Hazlo.


—¿Así de sencillo? –ironizó Enrique-. Me perdono y, zas, todo está solucionado, ¿no?


—Quizá no sea tan sencillo, pero seguro que encuentras la manera.


—¿Cómo?


El mendigo se encogió de hombros.


—No lo sé –dijo-; sólo soy Dios. Pero mira, pronto llegará la Navidad, la época de los milagros.


—Navidad, milagros... –masculló Enrique-. Pero si ni siquiera creo en Dios...


—Oye, que me estás ofendiendo. Además, qué más da si crees en mí o no; lo importante no es eso. – La habitual expresión sarcástica del mendigo se transformó en una amistosa sonrisa-. Mira, la Navidad es una gran mentira, y no porque lo que se celebre (el nacimiento de mi hijo) sea real o no, sino porque durante ese tiempo los seres humanos se engañan pensando que son buenos. No, ni siquiera eso; se engañan pensando que pueden llegar a ser buenos. Es mentira, sí, pero no es una mentira fea. Y a veces, de cuando en cuando, los milagros ocurren en Navidad y alguien, en algún lugar, hace algo realmente bueno.


Enrique le miró impertérrito.


—Te estás poniendo cursi –dijo.


Dios/House soltó una carcajada.


—¡Qué cabrón! –exclamó. Luego, recuperando la sonrisa irónica, añadió-: Te sientes sucio, ¿verdad Enrique?


—Cubierto de mierda.


—Entonces, ¿por qué no cierras los ojos y recuerdas cómo te sentías cuando eras un niño inocente y la Navidad estaba a punto de llegar?


—¿Más cursiladas?


—Mira que eres gilipollas. Hazme caso, coño: cierra los ojos de una puñetera vez y vuelve a ser Quique. Tampoco es tan difícil.


Enrique suspiró con resignación y cerró los ojos. La flauta comenzó a enhebrar de nuevo los sones de Noche de paz. Poco a poco, la mente de Enrique se sumergió en el pasado. Y, de pronto, recordó cuando acompañaba a sus padres al hipermercado para hacer las compras de Navidad; en la megafonía sonaban villancicos y había un olor especial, una mezcla de palomitas de maíz y pollo asado.. Y recordó a su madre trasteando en la cocina, y a su padre montando el árbol y el Belén, y a sus hermanos embarcados en un combate de pistolas de tapones. Y recordó las cenas de Nochebuena y las comidas de Navidad, y las copas de champán a las que daba furtivos sorbos cuando nadie le miraba, y el turrón Suchard de chocolate, y Raphael cantando El pequeño tamborilero. Y recordó la excitación de la noche de Reyes –pan y agua para los camellos y coñac para Sus Majestades de Oriente-, y los regalos envueltos en papeles multicolores, y lo feliz, limpio y seguro que se sentía entonces...


Abrió los ojos. La versión para flauta de Noche de paz seguía sonando, pero el mendigo había desaparecido.


—¿Dios?... –dijo Enrique en voz alta.


Nadie le contestó. Poco a poco, el villancico se fue debilitando, como si la fuente del sonido se alejase, hasta que finalmente, al cabo de un largo minuto, dejó de oírse. Enrique suspiró y echó a andar de regreso a casa. No pensó en nada durante el trayecto, y cuando, a las seis y media de la madrugada, llegó a su hogar y se acomodó en el salón, siguió con la mente en blanco, centrado tan solo en la cálida sensación que habían dejado en él los recuerdos de su infancia.


Cuando a las ocho menos cuarto su mujer se levantó, le encontró sentado en una butaca, con las manos en el regazo, la mirada perdida y una expresión ausente en el rostro.


—Pero Enrique –dijo Alicia-. ¿Tampoco has podido dormir esta noche?


Enrique volvió la cabeza y la miró como si no la reconociese. De pronto, se puso en pie, recogió el abrigo que había dejado tirado sobre el sofá y se dirigió a la salida.


—¿Adónde vas? –preguntó Alicia, desconcertada.


—A resolver un problema –respondió él sin detenerse ni mirar atrás-. No me esperes a comer.


La idea no se le había ocurrido como fruto de una profunda reflexión; surgió de repente, justo cuando Alicia apareció en el salón, pero, nada más tomar forma en su cabeza, Enrique comprendió que era exactamente lo que debía hacer. Montó en su coche y se dirigió al barrio de Chamberí, el territorio de su infancia. Los hermanos Mayoral vivían en un semisótano del número 29 de la calle Zurbano y eran hijos de Antonio Mayoral, el portero de la finca. Por desgracia, cuando Enrique llegó allí descubrió que el portero había sido sustituido por un telefonillo y que el semisótano estaba alquilado a una familia de emigrantes uruguayos.


Enrique pulsó todos los botones del portero automático, preguntando por los Mayoral, pero ningún vecino sabía nada de ellos, salvo una anciana que llevaba viviendo allí toda la vida.


—Don Antonio se jubiló hará unos quince años –le informó a través del altavoz.


—¿Y sus hijos?


—Francisco se casó poco antes, y el mayor, Santiago, siguió viviendo con sus padres hasta que se fueron. Era un poco retrasado el pobrecito.


—¿Sabe dónde puedo localizarles?


—Ay no, hijo, ni idea...


Decepcionado, Enrique se sentó en un banco y reflexionó durante unos minutos. En realidad, no esperaba que siguieran viviendo allí, pero confiaba en que hubieran dejado alguna dirección. Sacó del bolsillo su móvil 3G e hizo lo que debería haber hecho desde un principio: encomendarse a San Google. Pero no sirvió de nada; cuando escribió “francisco mayoral” obtuvo 350.000 resultados y, al probar con “santiago mayoral”, 3.970. Imposible visitar todas esas páginas, y además inútil, pues ni siquiera recordaba cuál era el segundo apellido de los hermanos. La guía telefónica local le ofreció resultados igualmente excesivos; además, los Mayoral no eran de Madrid, así que quizá hubiesen vuelto a su región de origen, fuera cual fuese. Guardó el móvil y suspiró; cuando falla lo digital, se dijo, no queda más remedio que recurrir a lo analógico. Armado de paciencia, se levantó y comenzó a recorrer las tiendas y portales de la zona preguntando por los hermanos Mayoral.


Pasó toda la mañana y toda la tarde recorriendo el barrio. Habló con decenas de personas, quizá cientos (o, al menos, eso le pareció a él) y, aunque varias de ellas recordaban a los hermanos, nadie pudo darle noticias de su actual paradero. A última hora, cuando ya había anochecido, Enrique entró en un bar de la calle Santa Engracia y se dirigió a la barra; era un local demasiado moderno, pero aún así le preguntó por los Mayoral al camarero. Éste sacudió la cabeza y siguió a sus quehaceres. Entonces, el parroquiano que estaba sentado al lado de Enrique bebiendo una copa de vino, un hombre de más o menos su misma edad, le dijo:


—Yo conozco a Paco Mayoral.


Enrique sintió que el corazón le daba un vuelco.


—¿Tiene su dirección o su teléfono? –preguntó.


—No, lo siento. Hace mucho que le perdí la pista. Pero, hará cosa de un par de años, me lo encontré por la calle. Sólo hablamos un momento; me dijo que trabajaba aquí, en el barrio, en la sucursal de un banco.


—¿Y no recuerda por casualidad qué banco era?


El desconocido se encogió de hombros y negó con la cabeza. Aún así, Enrique le dio efusivamente las gracias e insistió en invitarle a su consumición; y un par de besos le habría plantado de puro contento que estaba. Dios/House tenía razón, pensó mientras conducía de regreso a su hogar; a veces hay milagros en Navidad.


Al entrar en casa se encontró a su mujer esperándole con el rostro transido de preocupación.


—¿Pero dónde has estado? –dijo-. Llevo todo el día telefoneándote...


Era verdad; Enrique había visto las llamadas, pero no respondió. No podía explicarle a Alicia lo que estaba haciendo; cuando intentaba verbalizarlo, todo sonaba absurdo y ridículo. No tenía sentido, era una idiotez, pero sentía que era exactamente lo que debía hacer.


—Me encuentro bien, Alicia –dijo, aproximándose a ella y dándole un beso-. No te preocupes.


—Pues no tienes cara de encontrarte bien.


—Vale, todavía no del todo –aceptó él-. Pero lo voy a solucionar. Confía en mí.


Dejando a Alicia convencida de que su marido estaba fatal, Enrique se dirigió al dormitorio y conectó el portátil. Tras una rápida búsqueda en Internet, averiguó que había 147 sucursales bancarias en el barrio de Chamberí. Muchas; tardaría varios días en visitarlas todas.


Aquella noche, como todas las noche, apenas consiguió dormitar un par de horas; pero esa vez la causa de su desvelo no fue sólo el insomnio, sino también la excitación, como cuando era niño y los nervios de la noche de Reyes le impedían conciliar el sueño.


Salió de casa muy temprano, sin darle explicaciones a su mujer. Mientras conducía camino de Chamberí, Enrique se dio cuenta de lo mucho que le estaba afectando el agotamiento, pues le impedía razonar, pensar con lógica. ¿Por qué demonios iba a visitar en persona las sucursales si podía hacerlo mucho más rápida y cómodamente por teléfono? A punto estuvo de detener el coche y comenzar a hacer llamadas, pero cambió de idea al instante. No, nada de teléfonos y facilidades; ésa era su peregrinación y su penitencia, y tenía que llevarla a cabo personalmente.


Tuvo suerte, mucha suerte (o quizá fue otro milagro de Navidad). En la séptima oficina que visitó, la sucursal del Banesto de la Glorieta de Quevedo, el director se llamaba Francisco Mayoral.


Enrique no le reconoció cuando salió a recibirle, y Francisco tampoco le reconoció a él. Habían transcurrido casi treinta y cinco años desde la última vez que se vieron.


—Soy Enrique Mallorquín –le dijo Enrique tras estrecharle la mano-. Éramos compañeros de clase en el San Alberto Magno. Vivíamos muy cerca: tú en el 29 de Zurbano y yo en la calle de la esquina, en el número 23 de Españoleto. Por entonces me llamaban Quique...


Aunque le costó cierto esfuerzo, Francisco acabó acordándose de él y, un tanto confuso, le invitó a pasar a su despacho. Sentados frente a frente, Enrique le preguntó por sus padres. Ambos habían muerto, contestó Francisco. Entonces Enrique dijo:


—¿Y Santiago, tu hermano?


—Está bien. Vive aquí, en Madrid, en una residencia.


—Me encontré con él hace, no sé, más de veinte años, y me dijo que trabajaba en una fábrica.


—Ya no. Le concedieron una pensión por incapacidad.


Enrique titubeó.


—Verás, Paco –dijo-, me gustaría mucho volver a verle. ¿Podrías darme su dirección?


Francisco le contempló con creciente desconcierto.


—Perdona –dijo-, pero imagino que recuerdas que Santiago no es... –Se señaló con un gesto la cabeza-. No es del todo normal...


—Claro. Supongo que eso no se cura.


—Tiene cincuenta años y la mente de un niño de diez.


—Ya, pero aún así me haría mucha ilusión verle de nuevo.


Francisco se encogió levemente de hombros, escribió la dirección de la residencia en un papel y se la entregó a Enrique. Éste le echó un vistazo y se la guardó en un bolsillo; luego, añadió:


—Una cosa más, Paco. ¿Qué le gusta hacer a tu hermano?


—¿Qué?...


—¿Cómo se lo pasa bien Santiago; qué es lo que más le divierte?


Francisco arqueó las cejas.


—Pues ir al parque de atracciones –respondió-. Le encanta la montaña rusa.


—Vale... Oye, ¿te importaría que le invitase hoy a ir al parque de atracciones?


Francisco se reclinó en su sillón y parpadeó un par de veces.


—Como quieras –dijo-; pero... Perdona, Enrique, pero no lo entiendo. Apareces de pronto, después de casi cuarenta años, ¿para llevarte a mi hermano al parque de atracciones? –Sacudió la cabeza-. ¿Por qué?


Enrique respiró hondo y expulsó lentamente el aire por la nariz.


—Porque necesito que me perdone –murmuró.


—¿Que Santiago te perdone? ¿Por qué, qué le has hecho?


—Nada, no he hecho nada; por eso quiero pedirle perdón. –Enrique se incorporó-. Es difícil de explicar, Paco. Ya te llamaré un día de estos. Ahora, disculpa, pero tengo prisa. Gracias por todo.


La residencia se encontraba al oeste de Madrid, cerca de la Ciudad Universitaria. Enrique aparcó el coche y entró en el edificio, una construcción de ladrillo visto erigida en los 60. En el vestíbulo, junto a un falso abeto lleno de luces titilantes, un conserje calvo y panzudo dormitaba en su garita; Enrique se aproximó a él y le preguntó por Santiago Mayoral. Con aire aburrido, el hombre hizo una breve llamada por un teléfono interior y le pidió que aguardara. Cinco minutos después, Santiago apareció en el vestíbulo.


Había cambiado mucho. Estaba gordo, y viejo, y su pelo, antes del color del fuego, ahora era entre amarillento y anaranjado, con grandes entradas y muchas canas. No obstante, algo permanecía inalterable en su rostro: la mirada de niño inocente.


Al principio, Santiago no le reconoció; Enrique intentó refrescarle la memoria dándole todo tipo de explicaciones, pero no obtuvo ningún resultado hasta que mencionó el lejano incidente del juego de policías y ladrones.


—¡Ah sí, Quique! –exclamó Santiago-. Me pegaste en la cabeza.


—Es que yo era muy pequeño y tú, sin darte cuenta, me estabas asfixiando.


—Lo siento...


—No importa; eso pasó hace mucho tiempo. Oye, ¿te apetece tomar una cerveza conmigo?


Santiago no lo dudó ni un instante.


—Vale –dijo-. Pero fuera hace frío. Voy a por mi chaquetón.


Cerca de la residencia había una vieja cafetería con grandes ventanales a la calle y guirnaldas de espumillón adornando la barra. Enrique y Santiago se sentaron a una mesa y le pidieron al camarero un par de botellines de cerveza; luego, mientras daban parsimoniosa cuenta de sus bebidas, Santiago le habló de su vida, de sus amigos de la residencia, de una novia que tenía que era “como él”, de su hermano, con quien pasaría la Nochebuena y la Navidad... Enrique estaba maravillado; habían transcurrido más de veinte años desde la última vez que se vieron, y sin embargo ahí estaba aquel niño viejo, hablando con toda naturalidad, sin preguntarse ni cuestionarse nada.


Enrique también le hizo un resumen de su vida, y, cuando le contó que se dedicaba a la publicidad, Santiago se quedó con la boca abierta, porque le encantaban los anuncios. Media hora más tarde, tras un breve silencio, Enrique dijo:


—Hace unos veinte años nos encontramos en Martín, el bar que estaba cerca de tu antigua casa. ¿Lo recuerdas, Santiago?


—La gente me llama Santi.


—Vale. ¿Recuerdas cuando nos vimos en Martín, Santi?


Santiago desvió la mirada y asomó la punta de la lengua por entre los labios. Tras unos segundos de reflexión, negó con la cabeza.


—No...


—Tú me invitaste a tomar una cerveza y yo te dije que no y me fui.


—Tendrías prisa...


—No, no tenía prisa. Debí tomarme contigo esa cerveza. ¿Me perdonas?


—Pero si no me acuerdo...


—Yo sí; no me porté bien. Por favor, perdóname.


Santiago se encogió de hombros.


—Vale –dijo-. No me acuerdo; pero si quieres que te perdone, te perdono...


Enrique sintió un alivio tan intenso que durante unos segundos el mundo dio vueltas a su alrededor. Cuando se recuperó del mareo, tragó saliva y dijo con un hilo de voz:


—Gracias... ¿Puedo darte un abrazo?


—Bueno.


Enrique se inclinó hacia delante y rodeó con los brazos el rechoncho cuerpo de Santiago. Y, mientras le abrazaba, sintió por primera vez en mucho tiempo que todo era correcto, que cada pieza de su vida encajaba en su lugar, y sin poder reprimirse, comenzó a llorar como un niño. Lloraba por cansancio, y por alivio, y por todos y cada uno de los pequeños pecados que había cometido en su vida. Un minuto más tarde, advirtiendo la incomodidad de Santiago, se apartó de él y se reclinó en su asiento.


—Estás llorando –dijo Santiago-. ¿Te duele algo?


—No, todo lo contrario –respondió Enrique, secándose las lágrimas con el dorso de la mano-. Es que se me ha metido polvo en los ojos. –Carraspeó-. Oye, Santi, tu hermano me ha dicho que te gusta mucho el parque de atracciones. ¿Quieres que vayamos ahora? Te invito yo.


Los ojos de Santiago se iluminaron.


El parque de atracciones estaba decorado con motivos navideños, y lleno de falsos Santa Claus, falsos reyes magos y falsos pajes; lo único auténtico eran los tres camellos que, de vez en cuando, recorrían el parque encabezando una pequeña cabalgata. Nada más llegar, Santiago insistió en ir primero a la montaña rusa, y Enrique, haciendo de tripas corazón, pues detestaba las montañas rusas, asintió con una insegura sonrisa.


Aunque aún no había mucha afluencia de visitantes, tuvieron que hacer cola frente a la atracción. Finalmente, subieron a una de las vagonetas e iniciaron el viaje. Santiago gritaba de alborozo en cada bajada vertiginosa, en cada looping, en cada curva de látigo. Estaba tan entusiasmado que, cuando concluyó el trayecto, insistió en montar de nuevo, así que salieron de la vagoneta, hicieron cola y volvieron a lanzarse al vértigo de la montaña rusa. Y cuando regresaron al punto de partida, Santiago quiso repetir otra vez, de modo que salieron, hicieron cola y subieron a una vagoneta.


Fue al final del tercer viaje cuando ocurrió el incidente. El encargado de la atracción advirtió que, tras detenerse una vagoneta al final de su recorrido, dos pasajeros no se bajaban. Por lo general, quienes daban problemas solían ser adolescentes díscolos, así que el encargado se sorprendió al aproximarse y comprobar que los pasajeros de la vagoneta eran dos adultos: un tipo gordo con sonrisa bobalicona y...


Estupefacto, el encargado abrió la boca y, sin apartar la mirada del segundo pasajero, se rascó la cabeza. Desde que trabajaba en el parque había presenciado muchas cosas raras, pero era la primera vez en su vida que veía a alguien quedarse dormido en la montaña rusa.


Enrique, con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios, se arrebujó contra el brazo de Santiago y lanzó un profundo ronquido.


A lo lejos, en algún lugar, una flauta comenzó a desgranar la notas de Noche de paz.